Más allá del inmenso daño en la calidad de vida, más allá del inmenso despilfarro de recursos económicos, que bien pudieran haber financiado innumerables iniciativas de todo tipo, el Transantiago tuvo, a mi juicio, un efecto aun más devastador en la sociedad: el mensaje de que no importa cuan gigantesco sea el error que un gobierno pueda cometer, siempre, de alguna forma, ya sea con un dudosamente legítimo préstamo del BID, o recurriendo al 2% para estado de catástrofe, siempre se logrará obtener el dinero para tapar el hoyo. Éste, creo yo, es el efecto más dañino que tuvo el Transantiago en la mente de muchas personas, porque entonces ningún gremio, ningún grupo, minoría o mayoría, va a sentir que la respuesta que el gobierno le puede dar es que no hay recursos. Porque ha quedado demostrado de que sí los hay. El problema es que esos recursos son, como dice su nombre, para estado de catástrofe. Sin embargo, el gobierno tuvo que recurrir a ellos en forma reiterada, con lo cual queda la sensación de que su uso realmente no es para situaciones excepcionales, y que, por el contrario, haciendo la suficiente presión (movilización, paro, manifestaciones, marchas, tomas, ocupaciones culturales, etc.) el gobierno se va a ver en la obligación de nuevamente recurrir a fondos que estaban destinados para catástrofes, para dar en el gusto al grupo demandante de turno y evitar que su imagen, en lo inmediato, siga deteriorándose en cuanto a su capacidad de gestión y figura de autoridad.
Sin embargo, precisamente el efecto es sólo inmediato, y entonces, sin mayor demora, viene el siguiente grupo a hacer presión por sus demandas, con múltiples formas de manifestación, algunas más innovadoras que otras, y finalmente, en perspectiva, se ve un gobierno que perdió la capacidad de dirigir un país, sino que la pauta la dictan los grupos de presión, y me temo que así no vamos a ningún lado.
Se requiere recobrar la figura real de autoridad, pero es muy difícil, hasta me parece imposible, que pueda lograrse en un sistema democrático en el que el voto de un patán, un vicioso y un criminal pesan lo mismo que el de una persona honesta y trabajadora. Creo que el insistir en mantener esa igualdad de injerencia de todas las personas sobre la política es, aunque políticamente correcto (o más bien correcto sólo por principio), en la práctica se traduce en que admitimos que toda la ineptitud, todos los vicios, se transmitan e irradien hacia el sistema político, haciendo peso muerto sobre las virtudes y obteniendo como resultado final algo sencillamente desastroso y carente de sentido en su conjunto.
Sólo en la medida que la autoridad no dependa de la votación de los viciosos, podrá librarse de ese peso muerto y lograr articular una actitud con el carácter suficiente para definir políticas que, incluso no siendo populares, conduzcan efectivamente hacia una mejor sociedad.